No hay mayor demostración de poder que atacar al juez y salir impune. No hablamos de un error, ni siquiera de un exabrupto, sino de una estrategia deliberada: sembrar la sospecha sobre la imparcialidad de las instituciones, deslegitimarlas en público y capitalizar ese ruido en beneficio propio. 6e3s4v

Se hace desde el poder político con creciente descaro, y no solo para proteger a aliados bajo investigación, sino para marcar territorio, moldear la narrativa y convertir a la justicia en un actor más de la contienda partidista.

El problema es que esta jugada no es accidental ni gratuita: está diseñada para funcionar. Aunque dañe la confianza ciudadana, erosione la arquitectura constitucional, o deje tras de sí un paisaje institucional desolador, sale rentable.

Polarizar, victimizarse, convertir al juez en enemigo y al infractor en mártir trae consigo un beneficio inmediato y cuantificable: votos, titulares, fidelidad militante. El coste, el descrédito de la justicia, la inseguridad jurídica, el descrédito exterior, es abstracto, aplazado, y siempre lo pagará otro.

Así que, si dañar las instituciones democráticas tiene premio... ¿Por qué no hacerlo?
El jurista Richard Posner, padre del enfoque Law and Economics, formuló hace décadas una idea incómoda: no siempre se obedece la ley por principios, sino por cálculo.

El verdadero problema es que el sistema institucional no les penaliza lo suficiente como para disuadirlos

Si el beneficio de incumplirla supera el coste esperado de la sanción, entonces violar la norma puede ser, simplemente, lo más racional. No lo más justo, ni lo más ético, pero sí lo más eficiente para quien lo hace.

Llevado a la arena política, este razonamiento ofrece una explicación brutalmente funcional de lo que estamos viendo: atacar al Poder Judicial puede ser una decisión perfectamente racional si el coste real es bajo y el beneficio electoral es alto.

Si la sanción jurídica es improbable porque el fiscal depende de ti, porque el proceso será lento, porque el debate lo ganas tú en el Congreso o en la televisión, y el rédito inmediato es controlar el relato, fidelizar a los tuyos o desviar la atención de otro escándalo, entonces la transgresión no solo no es un error: es una inversión.

El problema no es solo que haya políticos dispuestos a cruzar esa línea. El verdadero problema es que el sistema institucional no les penaliza lo suficiente como para disuadirlos. Y si la impunidad compensa, se convierte en rutina.

Y mientras el deterioro institucional se ejecuta en tiempo real, con ruido y agitación, el rédito más duradero se acumula en silencio, fuera del foco inmediato. Como explica bien Luigi Zingales en su crítica al capitalismo de amiguetes: en los sistemas donde el al poder político sirve como trampolín para capturar rentas privadas, la política deja de ser un servicio público para convertirse en una inversión con retorno.

La democracia puede haberse debilitado por el camino, pero el inversor ya ha hecho su jugada

No hace falta robar. Basta con salir indemne. Porque una vez consolidado cierto capital simbólico (nombre, red de os, visibilidad, obediencia partidista) el futuro está garantizado: consejos de istración, fundaciones subvencionadas, destinos internacionales, tertulias bien remuneradas o asesorías con puertas abiertas.

La democracia puede haberse debilitado por el camino, pero el inversor ya ha hecho su jugada. Y lo más perverso es que el daño institucional ni siquiera lo paga él.

Esta lógica incentiva lo peor: polarizar, intoxicar, destruir reputaciones, torpedear contrapesos. Porque la recompensa es apetitosa: el que hoy dinamita las reglas del juego puede convertirse mañana en árbitro de otras. Que le pregunten a Zapatero.

Lo que para Posner es cálculo de incentivos, y para Zingales es capitalización del poder, en España adopta un rostro reconocible. El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, no solo ha normalizado el ataque a jueces que incomodan políticamente, incluyendo al mismísimo Tribunal Supremo, sino que ha colonizado el órgano fiscalizador desde dentro, colocando al frente de la Fiscalía General del Estado a un exdiputado socialista que actúa como escudo político más que como garante de legalidad.

Esta captura institucional se complementa con un relato cuidadosamente distribuido. Medios afines, sostenidos por subvenciones millonarias, como las otorgadas durante la pandemia, amplifican sin fisuras la tesis oficial: el poder no abusa, se defiende.

La nueva lucha de clases enfrenta a quienes dinamitan el imperio de la ley con quienes aún viven bajo él

En lugar de ejercer de contrapoder, muchos de ellos han adoptado el papel de justificación narrativa del deterioro institucional. La crítica a un juez no es vista como un intento de condicionar la justicia, sino como legítima “respuesta democrática”. Ese es el relato.

Desde el prisma de Posner, no hay incentivos reales para que el presidente deje de tensar la cuerda institucional: el coste es bajo, el beneficio mediático y político es alto, y el relato lo controla él.

Desde la óptica de Zingales, el deterioro es funcional al propio sistema, porque mientras el Estado de derecho se degrada, algunos ya están escribiendo su futuro profesional sobre sus ruinas.

Mientras los ciudadanos aprendemos que la ley se cumple, porque si no, nos multan, nos sancionan o nos arruinan, hay quien juega en otra liga: es la nueva aristocracia corrupta.

La nueva lucha de clases enfrenta a quienes dinamitan el imperio de la ley con quienes aún viven bajo él. El respeto institucional se ha convertido en una excentricidad. En asumir que todo vale y que la ley también puede narrarse.

Si no entendemos que esto tiene un coste, acabaremos creyendo que no lo tiene. Una desgracia para todos porque lo pagaremos. Y lo pagaremos cuando ya sea demasiado tarde para recordar quién fue el que firmó la factura.

Este artículo se lo dedico a todos los jueces honestos que perseveran en su empeño desde las redes, los medios, y, sobre todo, desde sus puestos de trabajo, para mantener a salvo la democracia, para bien de todos los españoles.