
El escritor alemán Thomas Mann. Diseño: Rubén Vique 252u43
El combate radiofónico de Thomas Mann contra "ese excremento del diablo llamado nazismo" 6i6v2j
Coincidiendo con el 150 aniversario del gran escritor alemán, la editorial Nota al margen publica sus discursos radiofónicos durante la guerra, unos textos que muchos, incluso en Alemania, desconocen. 6ak27
Más información: La última (y más insólita) batalla de la II Guerra Mundial que supera a cualquier guion de Hollywood 2z2c4g
La entrada más famosa del diario de Kafka —del 2 de agosto de 1914, cuando anotó: "Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. Por la tarde, fui a nadar"— tuvo un curioso reflejo años después, cuando otro gigante de las letras alemanas, Thomas Mann, (1875-1955) registró en su diario otra de las grandes tropelías del siglo.

¡Oíd, alemanes! 497
Thomas Mann
Traducción de L.Tobío y B. López. Nota al margen, 2025 302 páginas. 22 €
Fue el 14 de junio de 1940. Los nazis acababan de entrar en París. Tras un par de líneas de desconcierto por el desastre, Mann, en un asombroso acto de disociación, pasó a quejarse amargamente de un puente dental que se le movía.
La nota ilustra no tanto a Mann como la caricatura que a menudo se ha hecho de él: la de un escritor narcisista y neurótico, para quien su bienestar —que consideraba la garantía de que su obra, que tan en serio se tomaba, pudiera salir adelante— era mucho más importante que el mundo exterior.
En el prólogo de ¡Oíd, alemanes!, la recopilación de los discursos radiofónicos que Mann pronunció durante la segunda guerra mundial, la columnista Mely Kiyak discute con vehemencia —y cargada de razón, a la luz de este libro— esa idea que muchos, sobre todo en su país, tienen y han tenido siempre del autor de La montaña mágica. No hay desmentido mejor a esa idea que la lectura de estos textos, donde Mann se revela como un autor comprometido con la libertad que además no tenía necesidad de serlo.

En otoño de 1940, invitado por la BBC, redactó su primer discurso inequívocamente antifascista y marcó el tono de los que vendrían: textos directos, breves, tensos, sin un ápice de la prosa barroca de sus novelas. Durante casi cinco años —los discursos se interrumpieron entre mayo de 1944 y enero de 1945— Mann combatió sin descanso, con la palabra, "ese excremento del diablo llamado nacionalsocialismo" que a él mismo, según escribió, le enseñó a odiar.
Instalado ya en Los Ángeles, empezó enviando por cable los textos a Londres, donde eran leídos por un empleado de la BBC.
Se emitían por onda larga, para que los alemanes —a quienes iban dirigidos, de ahí el arranque de todos ellos: "¡Oíd, alemanes!"— pudieran escucharlos con el único receptor que el régimen les permitía tener. Pero poco después de empezar, Mann pidió grabarlos él mismo en Los Ángeles, desde donde se enviaban a Londres y desde ahí se emitían para los hogares alemanes.
Mann demostró pronto una gran lucidez sobre el devenir de la guerra. "Pobre Francia, ahora, ¡pobre Alemania, después!", escribió en noviembre de 1940. Estaba seguro —fue una idea de la que jamás dudó— de que Alemania perdería la guerra, de que Hitler no podía ganar. Los motivos de tal certeza, decía, eran "más metafísicos y morales que militares".
En estos textos Mann se revela como un autor comprometido que además no tenía necesidad de serlo
Mann habla al pueblo alemán con dureza, exhortándolo a despertar: "Vuestra obediencia no tiene límites y, os lo digo francamente, se torna cada día más imperdonable". Y le hace responsable de sus actos.
Tras informarle de la terrible situación del pueblo griego —uno de los propósitos de los discursos era ofrecer información veraz a los civiles alemanes— después de la invasión del país, clama: "Esto no es sino un ejemplo de los crímenes contra la humanidad […] que son fruto de la facilidad con la que os habéis dejado corromper, de vuestro terrible gregarismo". Mann no oculta su aversión a los jerarcas nazis y no se ahorra insultos al retratarlos: Hitler, dice, es un sujeto "vil e infernal" al que tacha de "cobarde", de "grotesco", de "abyecto fanático".
Pide irónicamente a los alemanes que contemplen a los "grandes príncipes del Reich", a esa "magnífica casa de fieras". "Ese Goebbels —escribe— con su boca desmesuradamente abierta para escupir mentiras; su propio Führer, guiado por un espíritu siniestro, y su obeso mariscal, Göring, obsesionado con los uniformes y la limpieza".
Emplea mucho espacio en convencer a los alemanes de algo que entonces no estaba tan claro: que los Aliados no planeaban, como decía la propaganda nazi, la destrucción de Alemania. En otra muestra de clarividencia, dibuja el escenario que surgirá de las ruinas: una alianza de pueblos libres, dispuestos a ceder parte de su soberanía nacional en aras del bien común.
"Nadie debe pensar que se pueda emprender este nuevo orden internacional excluyendo a Alemania", dice ya en mayo de 1941. Hoy todos sabemos de qué lado estaba el bien, pero no tantos alemanes se habrían atrevido a decir entonces, tras oír a Churchill: "Es la humanidad pura y simple quien en él habla".
Mann, el mismo que en 1938 dijo a unos periodistas americanos: "Donde estoy yo, está Alemania", diagnosticó que el nacionalsocialismo era una patología específicamente alemana, la degeneración de unas ideas arraigadas en su cultura.
Esas ideas, decía, "recordaban al Romanticismo y resultaban seductoras para el mundo". Más tarde, en manos de Hitler, degeneraron y se corrompieron. Pero el escritor creía que no debía confundirse la historia del racismo alemán con la del espíritu alemán, pues sería "un craso error que pondría en peligro la paz".
Los discursos muestran cierta evolución. A medida que avanza la guerra, Mann culpa más a los alemanes, preguntándose qué ha podido empujarlos al fanatismo. Los textos se recopilaron ya en 1945 y de ellos, como sugiere Kiyak, emerge una verdad incómoda (que tal vez evitó su mayor difusión tras la guerra): es imposible decir que los alemanes no sabían nada. Impresiona ver lo informado que estaba Mann sobre los campos de concentración, sobre el exterminio de judíos, sobre la magnitud de la tragedia.
Terminada la guerra, el escritor anunció que no volvería del exilio. "¿Para qué? —se preguntaba— ¿Para sumarme a la devastación? ¿Para ser agasajado a mi regreso, como quien ha ganado una apuesta?"

Una excelente puerta de entrada al universo de Thomas Mann es también Resumen de mi vida (Nórdica), que se publica estos días al abrigo del aniversario. En apenas cien páginas, Mann traza interesantes vínculos entre su vida y su obra, entre los personajes que lo rodearon y los que creó en la ficción, y describe la importancia de ciertos viajes y experiencias en la concepción de novelas como La montaña mágica o Los Buddenbrook.